miércoles, 15 de julio de 2009

Los errores del pasado

La vida que hoy tenemos está determinada por una compleja interrelación de sucesos y resultados de decisiones que hemos tomado en el pasado.

Claro que es inevitable pensar, si echamos la mente hacia atrás, que siempre pudimos haber hecho las cosas algo mejor, mucho mejor, o al menos de diferente manera. Por supuesto que somos o jueces implacables o entes inconscientes que vamos asumiendo a un grado de crimen el resultado de nuestros actos o, por el contrario, viviendo con pasmosa relajación las consecuencias sistémicamente nocivas de ellos. Sea como sea, no podemos evitar hacer juicios acerca de nuestras decisiones tomadas y voltear al pasado con cierta nostalgia, remordimiento, vergüenza o culpa acerca de las cosas que hicimos en el pasado que estuvieron “equivocadas”.

Hicimos las cosas lo mejor que pudimos para lo que sabíamos en el momento que tuvimos que tomar decisiones. No me refiero a si fuimos o no los más justos, los más honestos o los más leales, si se quiere ver así; me refiero a que las decisiones tomadas por alguna razón, válida para ese momento en particular, hoy han dado un resultado determinado que a veces nos gusta y a veces no. Cuando la repercusión de nuestros actos incide de manera negativa sobre las emociones; es decir, lo que experimentamos a nivel interior como resultado de esos actos, es cuando juzgamos la decisión como “mala”. Por el contrario, si el resultado nos es placentero, tendemos a catalogarla de “buena”. No obstante, la cuestión es que la decisión en sí misma no tiene una naturaleza “buena” o “mala” para el momento en que es tomada, pues al ser el resultado la base para nuestro juicio de valor, y al no existir este de manera simultánea con el instante de decidir, no hay materia sobre la cual opinar. Claro, tendemos a tomar decisiones con el propósito de obtener algo que estamos buscando, muy generalmente algo positivo para nosotros, utilizando mecanismos mentales (patrones) estructurados dentro de nuestro marco conceptual de cómo deberían ser las cosas.

Ahora bien, si frecuentemente te topas con resultados que no te gustan, bien valdría la pena observar entonces cuáles son dentro de ti esos mecanismos mentales; es decir, cuáles son tus creencias, cuáles tus paradigmas de la realidad, de las personas y de ti mismo. Estos paradigmas suelen determinar lo que para nosotros es posible o no, lo que es valioso, lo que es importante y conforme a ello determinamos nuestro actuar. Por supuesto que todo actuar, hasta el simple acto de caminar o leer esta página, está basado en decisiones. La mayoría de ellas son más bien inconscientes y automáticas, hasta compulsivas en algunos casos podría yo decir, es por ello que realmente más que lamentarnos del resultado de nuestras acciones deberíamos avocarnos a conocer los sustratos de nuestros mecanismos de elección. Para realizar esto se requieren distintas variables: tener una capacidad de introspección, ser honesto con uno mismo, ser capaz de reconocer debilidades o mecanismos poco eficientes o funcionales, ser ni muy flexibles ni muy rígidos, en fin… una serie de supuestos que no siempre se dan de manera espontánea y simultánea en un individuo.

Tal vez los errores del pasado debamos reconceptualizarlos como aprendizajes, como decisiones tomadas con resultados variables y que, si no nos han sido satisfactorios, encontrar la manera en que tales decisiones fueron tomadas. Piensa en tus más “graves” errores; en los más vergonzosos y pregúntate desde dónde estabas tomando tal decisión; ¿desde el ego, desde la envidia, desde el temor, desde el rencor, desde la impulsividad? Desde dónde haya sido seguramente en ese momento pensabas que estabas haciendo lo correcto; es decir, tomando la mejor decisión a pesar que hoy no lo veas así. Si no somos capaces de perdonarnos a nosotros mismos por nuestros actos del pasado, no podremos ser capaces en realidad de liberarnos de ellos y, así, se repetirán en nuestra mente como una película una y otra vez.

Las cosas no son perfectas, cuesta alcanzar un balance entre correcto e incorrecto y la peor decisión, siempre es la que no se toma. Acá dejo un buen video que, si lo pensamos, ni para dios es fácil decidir; la ventaja que él tiene es que tendría la posibilidad de regresar el tiempo para corregir pero… realmente es eso una ventaja?

miércoles, 25 de marzo de 2009

¿Hasta dónde y hasta cuándo?

Olvidar no es posible, perdonar es complejo, y sin embargo repetidamente escuchamos consejos que nos dicen, “Perdona”, “Libérate de esa carga”.   

Efectivamente, cuando alguien nos ha lastimado; es decir, cuando alguien ha hecho algo que está fuera de las expectativas que nosotros habíamos puesto sobre las conductas o acciones de ese otro, es que nos sentimos ofendidos, heridos y traicionados.    Es como si la persona que hasta hace unos minutos era alguien muy especial y querido por nosotros de pronto se hubiese convertido en otra cosa, en alguien capaz de hacer lo que nunca lo consideramos capaz y eso nos hace perder la confianza que en él o ella sentíamos. 

Por supuesto, siempre se puede optar por romper una relación con un amigo, con una pareja, con un padre o un hermano; sin embargo, ¿sería esa la manera de resolver los conflictos?.   Generalmente las personas que queremos no cumplirán todo el tiempo todas nuestras expectativas porque, primero, no siempre las hacemos explícitas o incluso son fantasiosas e inalcanzables y, segundo, porque ellos, como nosotros, son humanos y sus decisiones están más sujetas a las emociones que a la razón y la lógica.   No obstante, nos tomamos el asunto de manera totalmente personal y vamos diciendo al mundo “miren lo que me han hecho a MI”, cuando en realidad la mayoría de las veces las personas actúan buscando un supuesto bien para sí y no un daño para otros.  ¿O eres acaso de los que piensan que el mundo conspira en su contra todas las mañanas?  

Ahora bien, es verdad que se puede llevar el resentimiento y el rencor sobre un  hecho, o incluso sobre alguien, aún cuando el tiempo ha pasado y le gente pueda haberse transformado.  Este es del tipo de hechos que suceden cuando alguien ha hecho algo y, pasados muchos años, aún se le busca que pague por sus responsabilidades.  Yo me pregunto si un hombre que pudo haber matado a 10 personas a los 20 años debe ser castigado cuando se le atrapa a los 80; es decir, ¿sigue siendo el mismo que mató a 10 hace 60 años? ¿A quién estamos castigando?; al anciano del presente que puede estar arrepentido o al joven del pasado que cometió una atrocidad pero que, objetivamente, ya no es el mismo de aquel entonces. 

Se cuenta una historia acerca de Buda en donde uno de sus primos, celoso por su fama, decide matarlo arrojándole una piedra a su paso.  El primo falla en su intento, pero Buda alcanza a ver quién es el que le ha arrojado la piedra.   Atemorizado, el primo de Buda corre a su casa a esconderse, y durante días decide no salir por temor a ser delatado por Buda y que la gente lo linchase.  Pasados los días, y a falta de comida y agua, el primo decide salir y, para su desgracia, en la búsqueda de los víveres se topa de frente con el mismo Buda.  “Perdóname”, le dice el primo, a lo que Buda con cara de sorpresa responde, “¿de qué me hablas?”.  “No finjas”, responde su primo, “tú sabes a qué me refiero…  tu sabes que el otro día te arrojé una piedra y te quise matar”.   Buda lo mira y le dice, “nada tengo que perdonarte yo a ti…  hoy, ni yo soy el que iba caminando por ese sendero, ni tu ya eres aquel que arrojó la piedra”.

En esta parábola tibetana se encierra una gran verdad.   Las acciones las ejecutamos en un momento determinado, con un estado de ánimo determinado y en contextos determinados, y es así que deben ser observadas.  Sin embargo, nuestra falta de perdón y rencor se arrastran incluso por años, como si aquel que “me ofendió a MI”, siguiera siendo el mismo.   Por supuesto, siempre la falta de arrepentimiento del otro, o la repetición de la acción que nos ha lastimado, condicionará ya no sólo la imposibilidad del perdón, sino que incluso esto llama al alejamiento de alguien que deliberada y repetidamente me lastima, pero es justo por esto que es mejor alejarse, para evitar seguir siendo heridos por alguien que no sabe, o no puede, relacionarse de una manera más armónica, al menos con nosotros.

No obstante, muchas veces vamos alejándonos de quién no deberíamos, por faltas cometidas en el ayer y que hoy ya no tienen mayor significado o repercusión en nuestras vidas.   Dejamos de hablar a nuestros hermanos o padres, juzgándolos por actos de nuestro pasado o, incluso, en un arranque de venganza por no habernos querido como nosotros pensamos que necesitábamos serlo en un período de nuestra vida.

Lo que hoy escribo de ninguna manera te invita a perdonar o a hacer las paces con quien no quieres.   De hecho, ni siquiera te sugiero que le hables de nuevo a aquella persona a la que has determinado no hacerlo “porque no lo necesitas”; sin embargo, plantéate esta pregunta… “¿hasta dónde y hasta cuándo habrá de terminar esto?.    Si la falta cometida es tan grande para ti, y tan personal contra tu ego o tu autoestima, decide perdonar nunca, pero decídelo ya y así dale vuelta a la hoja.    No dejes períodos indeterminados al azar o a la alineación de los planetas.   Mira tu vida y pregúntate como aquella “falta del otro” ha repercutido y cambiado el rumbo de tu vida.  Muchas veces la respuesta es vergonzosamente absurda, pues la falta no ha dejado huella.   Por supuesto que, en otras ocasiones, lo ocurrido habrá marcado para siempre tu vida, e incluso también la de aquel a quien hoy no puedes perdonar, y entonces la pregunta sería; “¿en verdad esto me lo hizo a mí, o es algo que ocurrió como responsabilidad del otro y, que estando yo en su vida o no, muy probablemente de todos modos hubiera ocurrido?”  

Si decides que el odio y el rencor deben ser infinitos, deja a tus hijos una carta pidiendo vayan a la tumba de “tu enemigo” a odiarle una vez al año durante el resto de sus vidas, y que no olviden a su vez dejar a sus hijos la misma instrucción.   Así al menos aquel que te ha ofendido tiene por seguro que nunca se perderá su tumba.   Mejor aún, enseña que tus hijos odien a los hijos de aquel que te hizo daño a TI.  Así se mantendrá el asunto vivo por generaciones aunque al final ya no muchos recuerden exactamente por qué empezó todo.

Si decides no perdonar no te escudes tras el miedo de la aparente indiferencia.   Perdona y abraza o no perdones y odia, pero no te quedes en el agua tibia, rincón de los que no se atreven.   ¿Hasta dónde vas a arrastrar esto…  hasta cuándo llevarás esto que tú sabes que te consume?   ¿Tan frágil eres…   tan lastimado tu ego; tan grande tu miedo?   ¿Para qué sigues así?   ¿De qué te sirve, de qué te protege?    ¿Hasta dónde…. Hasta cuándo?.   

Mario Guerra 

lunes, 2 de marzo de 2009

Entre Cronos y Kairos: el tiempo entre tus dedos.

El tiempo pasa, se mide y se acumula.  Hemos creado relojes, calendarios y fechas conmemorativas, como los cumpleaños, los aniversarios y demás días que se van creando para celebrar desde la familia, hasta el niño, la madre o el compadre.

Parecería ser que a los seres humanos nos gusta medirlo todo, especialmente el tiempo, y es así que nuestra mente juega con él, y con nosotros, cuando en un momento de disfrute la duración del tiempo se me hace una nada, y en momentos de tortura el tiempo se me hace un todo.

Es así que el tiempo, con nosotros y sin nosotros, no detiene su avance; es un flujo constante de sucesiones de instantes en donde, inevitablemente, mientras lees esta líneas está pasando el tiempo a través de ti, pero también se está acumulando.   Acumulas experiencia, conocimiento, pero también edad y, de acuerdo a las leyes de la Entropía, un deterioro gradual y progresivo de tu cuerpo en todos sus niveles.   El tiempo nos descompone, dirán unos, pero también nos crea y nos recrea, podrían pensar otros.  Sin el paso del tiempo efectivamente no envejeceríamos, pero tampoco creceríamos y no podríamos aprender o madurar.  

La sensación de ser “yo” la da el paso del tiempo que va forjando mi identidad a través de las relaciones que, con el tiempo, voy teniendo con otros seres humanos y con los demás elementos de mi entorno.   Si no pasara el tiempo no podría haber terminado aquella clase de la escuela primaria y el recreo jamás hubiera llegado, pero por otra parte también es cierto que aquel ser tan querido para ti jamás hubiera tenido que morir.   ¡Maldito tiempo!

El tiempo nos educa, maneja y aniquila; entregamos nuestra vida al tiempo y nunca tenemos tiempo, o mejor dicho, no muy frecuentemente nos hacemos el tiempo para estar con nosotros, con los otros o haciendo aquello que hubiésemos querido hacer cuando, al paso del tiempo, nos demos cuenta que ya casi no nos queda tiempo.   Parece ser que nos arrepentimos más de lo que dejamos de hacer que de lo que hicimos; nos arrepentimos más de haber dejado pasar el tiempo sin hacer o decir lo que un día soñamos.   Y aún en los sueños pasa el tiempo, un sueño inicia, se desarrolla y termina, eso es inevitable, porque todo es un flujo unidireccional en donde, hasta el momento, no podemos hacer que el tiempo de marcha atrás para regresar a rehacer todo aquello que hoy no nos gusta su resultado.

“El tiempo todo lo cura”, dicen por ahí; no obstante, algunos pueden tener la experiencia que la soledad, sumada al tiempo, no conduce sino a la depresión y el aislamiento.  “Tragedia más tiempo es igual a comedia”, sostienen otra ecuación popular, pero no se en realidad si mucha gente está muy dispuesta, o incluso posibilitada, para mirar este ángulo de un problema cuando está justamente con la tragedia hasta las cejas.

Y no obstante todo lo anterior, el tiempo es una fantasía.  La percepción que tenemos de él, de su velocidad, de su voracidad y de su invencibilidad nos deja de pronto a su merced y sus efectos.  “¡Nada contra el tiempo!”, reza un epitafio en un cementerio, pero aún así no es el enemigo a vencer.  Tampoco es tu mejor aliado, dicho sea de paso.

El tiempo, como así llamamos a un flujo constante de eventos inevitables en sí mismos, no es sino el período de transcurre entre un estado y otro de un ente determinado sujeto al cambio.   En la mitología griega Cronos es el Dios del tiempo real e inexorable, cuyo paso nos lleva inevitablemente a la muerte; Kairos, en cambio, es el Dios del tiempo interior de los hombres, el tiempo de los sueños y del espíritu, es el que persistentemente nos devuelve la vida.

El tiempo secuencial y cronológico deriva de cronos.   El tiempo Kairos, a diferencia de cronos, se ha descrito como “entre el tiempo”, un periodo indeterminado de tiempo donde “algo” especial sucede.   Kairos está intrínsecamente relacionado con la calidad de atención de los que lo experimentan; es decir, la percepción subjetiva que poco tiene que ver con los relojes de Cronos.   Kairos se puede entender como el momento justo o crítico de oportunidad (Carpe Diem), el momento en que se abre esa ventana en donde podemos ver algo o hacer algo significativo; es el tiempo que aprovechamos, o no.     Kairos es un periodo de disrupción al flujo normal de las cosas -un tiempo para que algo nuevo surja.
Si bien el tiempo Cronológico da secuencia y coherencia a la vida, vivir bajo su influjo garantiza justamente ver pasar el tiempo, o sólo acumularlo sin mucha razón ni sentido.  Vivir conforme a Kairos, en cambio, te permite, sin importar el tiempo cronológico transcurrido, encontrar, mejor dicho, darte esos momentos de tiempo en donde puedes hacer cosas realmente significativas.    
A Cronos lo puedes gestionar, medir; sentarte a esperarlo o verlo pasar.   No lo puedes asir, no lo puedes detener ni tampoco lo puedes apresurar.   A Kairos, en cambio, hay que gestarlo, parirlo, salir a buscarlo y tomarlo al paso.   

Finalmente, tanto Cronos como Kairos desembocan en la muerte y el morir.  ¿Qué te gustaría llevar como equipaje a un lugar donde la moneda convencional, el dinero, nada compra?   Un lugar donde las posesiones materiales nada valen y donde las influencias no funcionan.   Nada que Cronos pueda darte y sí mucho de lo que puedas aprovechar en tus momentos Kairóticos.
¡Caramba!, mira el tiempo que “has perdido” leyendo este artículo.  Tu reloj te demanda atención, cobra consciencia, mira la hora que es, mira tus deberes que no has hecho…  “no hay tiempo que perder”, diría Cronos, aunque Kairos quizá diría, “no dejes perder el tiempo”.

Mario Guerra

viernes, 13 de febrero de 2009

Amores que matan (los sustratos de la codependencia)

El amor no lastima, el amor no hiere y el amor no mata.  Si amas tanto que sientes que no puedes más, o sientes que no puedes más con quien dice amarte tanto, quizá te convenga leer esto.

El amor forma parte de la vida; si bien no está catalogado dentro de las emociones básicas (ver Blog “El Edén de Hades” entrada del 13/02/2008 “Emociones”), los expertos nos dicen que es una mezcla entre la aceptación y la alegría lo que nos hace sentir amor por una persona, situación u objeto.  Por supuesto que esta mezcla de emociones da como resultado no sólo el amor por sí mismo, sino conllevan serenidad, confianza, admiración y éxtasis como componentes adicionales.  Es así que,  en suma, el amor es una emoción secundaria en la que la presencia del otro debe aportarnos mutuamente esos elementos para poder decir entonces que existe realmente el amor.




Ahora bien, parece que esto de sentir, alegría, aceptación, serenidad, confianza, admiración y éxtasis en el amor es algo incompleto, según se nos ha dicho, nos han enseñado o, incluso, lo hemos sentido.   Claro, diríamos que nos falta el altruismo, la abnegación, la entrega, la tolerancia y el sacrificio por el ser amado para que realmente estuviésemos hablando de un amor pleno, ¿no es así?No obstante, el fundirse en el otro, el vaciarse en alguien más, o la entrega irrestricta por encima aún de los propios intereses o bienestar no sólo no garantiza el amor, sino más bien todo lo contrario.  Y con esto de amor no me refiero exclusivamente a las relaciones de pareja convencionalmente concebidas, sino también a las que se dan entre padres e hijos, entre hermanos o incluso entre amigos.  

Me refiero en este artículo a las relaciónes codependientes, entintadas sí de amor, pero un amor de los que matan; es decir, uno obsesivo, tormentoso y destructivo.    La mayoría de las investigaciones en este sentido señalan que existe una mayor incidencia en mujeres.

Hands y Dear (1994), señalan que las mujeres son “entrenadas” a través de las normas sociales para cubrir las necesidades de otros y enfocar sus energías en su capacidad de “cuidadoras”; características concebidas como definidoras de la codependencia.     Appel, 1991 y  Babcock, 1995, definen a la codependencia como la  “Excesiva conformidad” de la mujer hacia el rol estereotípico establecido y señalan que las estructuras sociales fomentan en la mujer las conductas de cuidado, altruismo y autosacrificio pero “protegen” a los hombres de desarrollarlas.

Estudios en México (Díaz-Loving, Rivera Aragón y Sánchez Aragón, 1994) indican que las mujeres que logran adoptar una instrumentalidad positiva y mantienen la afectividad positiva que obtuvieron en la socialización familiar, tienen mayor probabilidad de formar relaciones de pareja constructivas. Pero si estas características se combinan con una afectividad negativa que también se obtiene en la socialización del género femenino (ser inestables, quejumbrosas, celosas, lloronas, miedosas, dependientes, sumisas, abnegadas y conformistas), las conductas codependientes aparecerán con mayor probabilidad.

Es así que nuestro propio modelo social va abriendo brecha a este fenómeno.  Que en una franca satanización al “individualismo”, la mujer debe ser “guadalupanamente abnegada con sus hijos” y atenida a la postura de la pareja si es que quiere ser aceptada, no sólo en el seno familiar, sino en el del colectivo social.   Nuestra sociedad más tradicionalista está muy orientada a las relaciones y a los valores familiares como un baluarte para defenderse de las agresiones del exterior, ya sea de otro núcleo familiar, de un estrato social superior o de una propia ideación de desventaja en donde se siente la necesidad de arrebatar identidades que no se sienten tener.   Actitudes que pueden ser plausibles en un contexto determinado, no lo serán cuando su prevalencia, persistencia e intensidad rayen en el entreguismo individual.  La cooperación (más que la competencia), la expresividad (más que la instrumentalidad), la afiliación (más que el prestigio), el sentimentalismo y el romanticismo (más que el pragmatismo) son, así como sus opositores, elementos que deben dosificarse en toda relación, pues si bien los primeros dan la búsqueda del bien común, el encuentro con una identidad colectiva y un apego a la cultura, pueden también conducirnos a la codependencia por medio de la abnegación y el altruismo desmedidos.   Por supuesto, en otro sentido, una relación entintada eminentemente de una función lógica y utilitaria impedirá un vínculo afectivo sano.

En el codependiente existe la creencia que no podrá vivir sin la persona amada, y por ello se deja a sí mismo de lado para anteponer los intereses de la pareja, o al menos los intereses que el codependiente cree que el otro necesita, puesto que es también importante para él sentirse necesitado de alguna manera, es por eso que frecuentemente busca personas que pueda percibir como “necesitadas”, tal vez un alcohólico, tal vez una persona “en abandono” o simplemente alguien a quien “rescatar”.   El codependiente tiene miedo al abandono, niega y reprime los sentimientos negativos en una aparente sumisión, que no es sino un espejismo auto impuesto para no darse cuenta de su realidad, lo cual le obligaría a actuar en consecuencia.   El codependiente exige “quiéreme como yo te quiero a ti”.  Busca inconscientemente el control, la manipulación y el estancamiento de su pareja, pues todo cambio o crecimiento le presupone un riesgo o una amenaza, lo cual le puede llevar a perderle.   Busca convertir al otro en un ser perfecto del cuál no quiera alejarse nunca, pero que, sin quererlo, propicia justamente que al no serlo deje un hueco en el pozo sin fondo de su necesidad de amor.

Cuando llega el rechazo, o la persona “amada” por fin descubre que la relación no es sana y decide irse, entonces el codependiente transforma todo su amor en frustración, rabia, miedo y resentimiento.  Esto no es extraño, pues los mismos neurotransmisores que median el enamoramiento activan el impulso contrario con la misma intensidad contra lo que antes se amaba.   Claro, esto no suele durar, pues los sentimientos de esta naturaleza se reprimen dejando paso nuevamente a la falta de sentido y la victimización.

Para superar la codependencia debemos en principio buscar ese amor en el interior, en algún rincón de la infancia o del ayer en donde se extravió por alguna razón, algún malentendido o una interpretación errónea de algún evento de la niñez.  Un sentimiento de vergüenza de su propia identidad, de vacío, de falta de sentido o de valor.    El codependiente debe aprender a ponerse en contacto con sus sentimientos y hacerse responsable de ellos dejando de culpabilizar a los demás.  Debe aprender a decir que no, a que el sacrificio no es necesario para la aceptación y a que, quien verdaderamente te ama, ni espera que te sacrifiques ni te lo pediría jamás.

No siempre es posible que el codependiente se dé cuenta de estas dinámicas, y menos aún de sus soluciones.  Lo principal es que sea para él, o ella, un problema y entonces buscará la manera de hacer algo.  Por supuesto que cuando se tiene la sensación que la situación te rebasa, siempre es una buena idea buscar ayuda profesional.    Finalmente la codependencia tenderá a dejar tras de sí una pérdida; del objeto amado para el codependiente, y de un amor que parecía bueno, pero que terminó asfixiándole sin remedio, para el que consigue escapar de la relación.  De cualquier manera, siempre es mejor trabajar una pérdida y acabar por dejar atrás los “amores que matan”.

Características de los codependientes

1.          Baja autoestima.

·         No se ven como personas con valor ni sienten amor hacia sí mismos

·         Se sienten heridos fácilmente

·         Se sienten incómodos cuando les hacen cumplidos

·         Se sienten solos y vacíos

·         Su deseo de hacer las cosas perfectas los lleva a postergar

·         Se juzgan a sí mismos con severidad

·         Autocríticos; nada de lo que hacen los satisface por completo

·         A menudo se comparan con otros

 

2.          Control.

·          Dificultad para expresar ciertos tipos de sentimientos (dolor, amor, rabia, miedo)

·          No se dejan conocer fácilmente. Sólo cuentan aquello que consideran seguro

·         Les cuesta reconocer sus errores

·         Les cuesta pedir ayuda

·         Tienen miedo a perder el control

·         Su autoestima aumenta cuando ayudan a otros a resolver sus problemas

·         Sienten resentimiento cuando otros no siguen sus consejos o no les permiten ayudarles.

 

3.          Necesidad de complacer

·         Compromete sus propios valores e integridad para complacer a otros

·         No sabe decir "no" y si lo hace se siente culpable

·         A menudo mantiene relaciones sexuales cuando en realidad no quería

·         Gasta mucho tiempo fingiendo que todo va bien

·         Piensa que hacer cosas para sí mismo es egoísta

·         Siempre antepone las necesidades de los demás a las propias

·         Hace lo que su pareja o amigos quieren que haga en vez de lo que él quiere

·         No le dice a los demás que está enfadado

·         No expresa sus verdaderos sentimientos porque le preocupa la reacción de los demás.

 

4.          Relaciones

·         Cree en el amor a primera vista

·         La gente que es agradable con ellos les resulta aburrida

·         Piensa que sus problemas se resolverán si consigue que su pareja cambie

·         No puede sentirse bien consigo mismo cuando su relación de pareja no va bien

·         Se siente incompleto sin pareja

·         Cree que los demás controlan sus sentimientos: pueden hacerle feliz, triste, enfadado, etc.

·          Miedo al abandono o al rechazo

·         Se siente responsable de los sentimientos de otros

·         A menudo siente una rabia exagerada

·         Necesita proteger a otros y sentirse necesitado


Mario Guerra

sábado, 7 de febrero de 2009

Como si fuera la primera vez

¿Te acuerdas de tu primer beso, de tu primer día de escuela o de la primera vez que saliste de viaje solo?  ¿Te acuerdas de la primera noche junto a tu pareja, sus primeras vacaciones juntos  o el primer día que salieron rumbo al trabajo desde su nueva casa?   Las primeras veces de todo son, generalmente, fácilmente identificables.  Particularmente si son eventos que marcaron nuestra vida, van dejando registro en nuestra memoria, ya sea a través del recuerdo, a veces por medio de fotos, videos o incluso de la remembranza compartida donde cada uno recuerda detalles distintos y, a veces, hasta un poco dispares.   Efectivamente, la memoria humana nos juega trucos y va matizando la experiencia para enriquecerla a su manera.

No obstante, en el otro extremo del espectro están aquellos eventos que también recordaremos, pero que, por lo general, nunca identificamos mientras ocurren sino hasta que la posibilidad de repetirse se vuelve un imposible; me refiero a las últimas veces de algo.



¿Cuándo será nuestra última comida juntos, cuándo la última vez que nos levantemos de la misma cama, que comamos en la misma mesa o que nos digamos por última vez “buenas noches”?  ¿Cuál será el último beso?  ¿Cuándo la última vez que nos miremos como amigos, como amantes, como pareja o, incluso, cuándo la última vez que nos miremos del todo?   Eso nunca lo sabremos, quizá, sino hasta que haya ocurrido un evento que marque una separación del objeto antes amado.  Lo sabremos cuando, una vez más, a través de la memoria añoremos o rememoremos aquellos días al lado de alguien importante y que hoy ya no está más en nuestras vidas.  Aquí una vez más hacen su presencia las ayudas de los medios de registro electrónicos… videos, e-mails, fotos…   Sin embargo, no siempre queda un registro de esta naturaleza en tales instrumentos y la última vez de algo sólo queda en la memoria del corazón.

La actividad de la vida urbana, y cada vez más también la no tan urbana, nos sumerge en un ritmo frenético de quehacer en donde ya no tenemos tiempo para muchas cosas; donde los besos de despedida para ir a trabajar (si es que se siguen dando) son más bien automáticos y fugaces porque hay tanta prisa por correr, por llegar, por salir.   En otro sentido, las relaciones se transforman, por no decir que se desgastan, y que aquellos detalles y atenciones se van espaciando de tal manera que, casi sin darnos cuenta, nos cubren con el patinado velo de la rutina haciéndonos de pronto a vivir una vida en sepia.

Cuántas veces, cuando una separación obligada se da, particularmente por muerte o por un alejamiento definitivo no deseado, nos lamentamos y reprochamos el no haber hecho o dicho cosas importantes con el ser amado.  No haber tenido más tiempo para estar juntos, para soñar juntos, para besarse, para abrazarse…   tal y como buscaban hacerlo aquella primera vez.  Lamentablemente el tiempo no tiene marcha atrás y para el fin de la vida no hay reversa, y no es sino hasta que el objeto amado se aleja de nosotros que “despertamos” y echamos de menos lo que se tuvo pero ya no se veía, lo que estaba pero ya no se podía apreciar tras la sombra de la rutina.

Propongo pues hacer cada acto de demostración afectiva uno que pueda parecerse al de la primera vez; es decir, uno muy consciente, muy emotivo y realmente significativo.   Hoy parece ocioso y hasta impráctico tomar en serio una propuesta de esta naturaleza, pero créeme, querido amigo, o querida amiga, que no lo es tanto a la luz de la pérdida.   Hacer un breve alto en sus vidas, en su relación, y plantearse qué cosas son diferentes hoy a lo que solían ser como las primeras veces.  ¿Recuerdas en primera instancia por qué te enamoraste de tu pareja?; ¿Sabes qué es lo que hacías que le fue enamorando tanto?  Y si ya lo has identificado, o siempre lo has sabido, ¿es algo que sigues haciendo o de pronto ha perdido sentido y ya no existe más?   Por supuesto que toda relación es dinámica y está sujeta a la transformación, como he dicho; sin embargo, tomar en cuenta que hay cosas que podríamos retomar de aquellas primeras veces y que pueden traer de vuelta las sensaciones y las emociones que fijaron momentos memorables es algo que considero vale la pena, ¿no es así?

¿Qué pasaría si hoy hicieras un esfuerzo consciente y trataras de mirar a la persona que más quieres como si fuera la primera vez?  Verías, por supuesto, que ya no es la misma, pero en realidad tú tampoco lo eres del todo y, sin embargo, hay algo que existe entre Ustedes desde la primera vez.   Y qué pasa si, mañana, sin anunciarlo, retomas algo de lo que hacías aquellas primeras veces y hoy no es tan frecuente o ha desaparecido del todo.  ¿Por qué pensar que la cantidad (y calidad) de besos y caricias del noviazgo hoy no son tan necesarias?    Mírale a los ojos… deja que la memoria del corazón te lleve por los caminos ya transitados en el pasado y reencuéntrate con aquello olvidado.  Si es necesario, perdona… pide perdón… no esperes a tener sólo el recuerdo de “aquella última vez” taladrando tu mente y tu alma; es verdad que nunca hay del todo segundas oportunidades si lo piensas; siempre son nuevas oportunidades de redefinir una relación; siempre puedes hacer como si fuera la primera vez.

Mario Guerra

sábado, 31 de enero de 2009

La temida vejez

Últimamente muchos pacientes muy en secreto, otros no tanto, me han confiado que, si lo piensan, tienen miedo a envejecer.   Yo recuerdo cómo uno antes quería llegar a viejo, porque vejez implicaba respeto, sabiduría, experiencia y vida acumulada.     Hoy por hoy estamos viviendo más años, de eso la ciencia médica se ha encargado, pero entre la consumación de nuestros proyectos de vida (una carrera, tener hijos, tener éxito laboral…) y el momento de la muerte hay algunos años en los que estamos viviendo, y conviviendo, a veces sin ton ni son.

Y claro, hoy los viejos son unas piezas sobrantes en nuestro rompecabezas social.  No producen, son anticuados, viven tantos años que su salud, y sus facultades, se deterioran y hay que cuidarlos y protegerlos aún de sus propias decisiones.  Nos vamos haciendo cargo los de atrás, pues en una competencia natural ahora nosotros somos los que estamos al mando.   Los viejos se vuelven entes ornamentales, en el mejor de los casos, o aquel abuelito que “hay que ir a visitar” (siempre que no haya algo “más importante” que hacer) y que ignoramos olímpicamente en nuestras conversaciones.     “Es que ya no platica nada”, nos excusamos, pretendiendo que sean ellos los que inicien una conversación donde todos hablamos de cosas cotidianas que para ellos no son familiares como nuestros trabajos, escuelas y festejos con nuestros amigos.  Ellos, cuando viven en mundos más bien aislados donde ya sólo frecuentan a los amigos de siempre (y que poco a poco van ausentándose por muerte, cerrando con ello el círculo de posibilidades), generalmente pueden solo hablar de sus recuerdos; aquellos recuerdos tan repetidos, tan escuchados que “ya nos sabemos de memoria” y han perdido toda capacidad de fascinación.    Hoy ya no son los abuelitos o las abuelitas sino los “abuelos”, en un tono más bien ríspido e impersonal.   Estamos perdiendo conexión con el pasado mucho antes que este lo sea del todo y la vida sólo mira para adelante en un mundo donde casi ya no tenemos tiempo.

Claro, habrá quien diga que son necios, manipuladores y chantajistas para atraer la atención.   Es posible, ya que adquieren conductas más bien estereotipadas buscando recuperar la posición central que un día tuvieron, pero que nosotros no les vamos a dejar retomar.   Tenemos que ser nosotros hoy los que gobernemos y decidamos; al final así nos educaron. 

La ciencia nos hace vivir más años, combate las enfermedades y puede prolongar la vida; quizá ya puede combatir algunos de los efectos del envejecimiento, pero al final, qué nos puede decir la ciencia del papel que juegan los viejos entre nosotros.   Dónde vamos a poner a tantos ancianos en el futuro; bueno, la pregunta correcta es a dónde vamos nosotros mismos a pasar nuestra vejez.  ¿Con quién?  ¿Cómo?   Si lo miro de esta manera, con la incertidumbre, la desintegración y la extrañeza que tenemos por los viejos y sus cuerpos cambiados y cambiantes, por supuesto que no me da la gana llegar a viejo.  Hoy queremos morir relativamente jóvenes, bien y en uso de nuestras facultades para no causar lástimas, no depender de nadie y nunca llegar a ser un estorbo.   No obstante, sería una lástima que esto ocurriera.  Sería lamentable morir todavía con mucha vida en el cuerpo, pero sobre todo en el corazón y la mente.    Curioso que, por otro lado, hoy nos cuidemos más; cuidemos nuestro peso, lo que fumamos, lo que comemos y que hagamos ejercicio.   ¿Queremos vernos bien en la tumba?

En realidad queremos vivir para siempre, pero vivir bien.  La temida vejez no es sino el reflejo de la pérdida del sentido de vida, en donde lo material, lo visible y lo bello tienen primacía sobre los demás olvidados valores.   Volvemos a los tiempos mitológicos del Olimpo, en donde los Dioses, perfectos y bellos, vivían vidas placenteras, pero que al envejecer eran expulsados y repudiados por los demás Dioses.  

El tiempo no se detiene.  Salvo que un accidente fatal o una enfermedad traicionera acorten nuestra vida, o que francamente decidamos matarnos con tal de no llegar a viejos, sólo es cuestión de tiempo para que el tiempo acumulado en los huesos y en la piel se haga evidente al ojo humano.   Sólo es cuestión de tiempo para que llegues a envejecer   ¿Quieres saber cómo será eso para ti?  ¿Quieres saber el futuro que te depara la vejez?  Yo te ayudo… ven…  mira….asómate a la vida del mundo que te rodea.   Mira cómo te ocupas de tus amigos, de tus hijos, de tu pareja, pero sobre todo mira la vida de los viejos que te rodean.   Ahí encontrarás mucho de tu futuro, mucho de la tan temida vejez.

Mario Guerra

martes, 20 de enero de 2009

¿Morir del todo?

Perder es inevitable; sólo es cuestión de tiempo para que todo aquello que poseemos, material o inmaterial, se separe de nosotros.  Cosas, personas, afectos, joyas, cualidades, mascotas e incluso ideales están inevitablemente destinados a surgir a nuestra percepción, morar a nuestro lado por un tiempo y finalmente a cesar nuevamente de nuestro campo sensorial, ya sea porque el objeto en si mismo se aleje, o a veces decida alejarse, o porque seamos nosotros los que, a través del morir, dejemos atrás todo cuando alguna vez nos fue preciado.

Por supuesto que en esta línea de pensamiento suena macabro el hecho de la inevitabilidad de la separación, pero también en nosotros puede ser que brille una luz de esperanza en donde, el “más allá” sea la solución que va a mitigar nuestra ansiedad, ya sea porque en algún momento futuro volvamos a reunirnos con lo amado, ya porque desde las nubes “lo estaremos viendo” o porque incluso se tiene la noción de que el lugar a donde ha de partir el alma está pletórico de satisfactores que nos harán no añorar aquello que antes cuidábamos con tanto celo.

Si bien la ciencia se empeña cada vez con más ahínco en decirnos que la conciencia es una propiedad emergente del cerebro y que el alma no es sino una construcción necesaria para dar sentido a nuestra vida más allá de la vida, lo cierto es que efectivamente tenemos necesidad de creer en algo.  La necesidad es tan fuerte que, cuando vemos alguna evidencia científica que refuta nuestras creencias, nos aprestamos a decir que la ciencia tiene poco o nada que decir de las materias del alma y de las cosas de las que carece de métodos e instrumentos para medir o siquiera percibir, como el alma misma o la mente (al César lo que es del César y…).

Ya en la edición de Octubre/Noviembre de la revista Mind (www.sciam.com/sciammind) Jesse Bering (Director del Instituto de la Cognición y Cultura de la Universidad de Queens en Balfast, Irlanda) nos dice que:

  1. Casi todo el mundo tiene la tendencia a imaginar que la mente continuará existiendo después de la muerte del cuerpo.

  2. Estudios demuestran que aún la gente que cree que la mente deja de existir al morir, muestra este tipo de razonamiento “continuidad psicológica”.

  3. No se trata de un sub-producto de la religión ni de una especie de “amuleto emocional”.  Hay evidencia que sugiere que estas creencias encuentran su origen en la naturaleza más profunda de nuestra consciencia.

No obstante lo anterior, el autor sugiere que debemos considerar el ineludible hecho de que nunca nos enteraremos que hemos muerto, puesto que para entonces la consciencia estará extinta.   Es decir, nadie sabe lo que se siente estar muerto para poder decirlo del todo, pues si bien hay personas que declaran “haber estado muertas” y regresar; en realidad si regresan es porque nunca estuvieron muertas del todo (no se puede estar medio muerto, aunque luego de lidiar con el tráfico de la Ciudad de México uno puede pensar lo contrario).

El caso es que nos queda claro que la muerte anuncia el fin de la vida; o que el fin de la vida anuncia el inicio de la muerte, pero poco nos queda claro de lo que viene después de eso.  Al final existe también la teoría de que “volvemos al lugar de donde vinimos”, la cuestión es que la explicación que damos de tal lugar tampoco es clara y queda también al amparo de la fe y las creencias individuales o colectivas.

Cada vez más me topo en mi consultorio con personas que desean creer que su ser querido muerto ha pasado a una mejor vida, pero la mente, otrora defensora de tales conceptos, se encuentra inmersa en la ambigüedad de los tiempos modernos en donde otra parte de ella nos impide creer, al menos con la fe de tiempos pasados, ciegamente en esto.  Hoy se duda, se siente aún más grande la soledad y el vacío del ausente ante la perspectiva de una separación definitiva; es decir, ya no se vislumbra como antes la posibilidad de una reunión y la muerte del otro no hace sino recordarnos la nuestra, la que se avecina y que tarde o temprano llegará, pero habremos de plantearnos si en ese momento estaremos rodeados del halo protector de las creencias en una vida futura, o ante la angustia de la extinción definitiva y la sinrazón de una vida destinada al olvido.

Yo por mi parte, por afinidad espiritual, prefiero creer que hay algo más, tengo necesidad de creer y asirme a la idea, y a la sensación, de que esto no termina aquí y que, en el futuro, habremos de enterarnos qué hay del otro lado de la puerta.  ¿Ustedes que piensan?

Mario Guerra

Tags